Cargando el sitio, no recargues la página.
Información Importante: Este acceso está temporalmente fuera de servicio. Te invitamos a ingresar a tu Sitio Privado para gestionar lo que necesitas.
23 Abril 2025
Lo primero que debemos entender es que la volatilidad no es una falla del sistema, sino una característica estructural del mercado.
VPE Wealth Management Banco Santander
Bastó que Donald Trump decidiera la reimplantación de aranceles generalizados para que las bolsas globales se estresaran. Caídas súbitas, repuntes incompletos, rotación de sectores… el guion se repite. Pero lo importante no es el actor ni la escena, sino la reacción colectiva: la volatilidad.
Lo primero que debemos entender es que la volatilidad no es una falla del sistema, sino una característica estructural del mercado. Es el reflejo del ajuste permanente entre expectativas y realidad. Pretender evitarla es como esperar un mar sin olas. Lo peligroso no es la oscilación de precios, sino la manera en que reaccionamos ante ella.
La economía conductual ha demostrado que los seres humanos no tomamos decisiones financieras con la frialdad que nos gustaría creer. Sesgos como la aversión a la pérdida o el de disponibilidad nos hacen sobrevalorar los riesgos recientes y subestimar el largo plazo. Cuando vemos una caída del 3% en un índice, no pensamos en términos estadísticos, sino emocionales: “¿Y si esto recién empieza?”, “¿Debo vender antes de que sea peor?”. El resultado es que muchos inversores venden en el momento equivocado y luego tardan en volver a entrar, perdiéndose la recuperación.
La historia es clara: quienes han tenido éxito en el mundo de las inversiones no son los que predicen mejor el futuro, sino los que manejan mejor sus emociones. La tentación de actuar ante cada sobresalto del mercado es enorme, pero pocas veces está justificada. Como inversores, muchas veces confundimos acción con control. Nos sentimos más seguros si “hacemos algo”, aunque no siempre ese algo sea racional o beneficioso.
Hay un ejemplo clásico en este punto: durante la crisis financiera de 2008, muchos inversores vendieron en el peor momento, cuando el miedo era máximo. Los que resistieron —y más aún, los que aprovecharon para comprar activos de calidad a precios deprimidos— fueron los que obtuvieron los mejores retornos en los años posteriores. Lo mismo ocurrió tras la caída de los mercados en 2020, durante la pandemia. Y volverá a ocurrir en la próxima crisis, sea cual sea su forma u origen.
Esto no significa que debamos ser indiferentes al contexto. Hablar de tarifas generalizadas en el mayor mercado del mundo no es irrelevante. Pero una cosa es incorporar esa información en un análisis estratégico y otra muy distinta es reaccionar visceralmente ante un titular o un tuit. Los movimientos de corto plazo muchas veces reflejan más la psicología colectiva que los fundamentos económicos.
Hay algo paradójico en todo esto: la volatilidad, bien entendida, puede ser una aliada. Es precisamente en los momentos de incertidumbre cuando aparecen oportunidades de inversión que no existen en tiempos de euforia. Pero para identificarlas, hace falta una mente serena y un horizonte claro. En otras palabras, hay que tener un plan… y seguirlo.
Por supuesto, no hay recetas mágicas. Invertir es navegar en la incertidumbre. Pero hay principios que ayudan: diversificación, disciplina, paciencia. Y, sobre todo, la humildad de reconocer que no controlamos el mercado, pero sí podemos controlar nuestra respuesta ante él.
Invertir, al fin y al cabo, es una forma sofisticada de gestionar emociones. Y entender que la volatilidad es parte del juego —no una señal de crisis inminente— es un paso esencial hacia decisiones más inteligentes y resultados más sólidos.
Publicado en Diario Financiero.