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30 Junio 2025
La era de la represión financiera, donde los bonos eran nuestro refugio automático, está quedando atrás.
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Durante décadas, los inversores confiaron en una verdad casi sagrada: cuando las acciones caían, los bonos subían. Esa coreografía perfecta, que hacía del portafolio 60/40 un mantra de diversificación, funcionó como un colchón frente a las turbulencias del mercado. Pero esa armonía se rompió en 2022. Ese año, la inflación se disparó y la Reserva Federal endureció su política monetaria, llevando las tasas de interés a máximos en décadas. El resultado fue una doble caída: tanto acciones como bonos se desplomaron. Para muchos inversores fue una sacudida brutal. La fe en los bonos como refugio seguro se hizo trizas cuando los rendimientos del Tesoro estadounidense a 10 años subieron del 1,5% al 4%, provocando un descenso en el valor de esos activos. El portafolio 60/40 vivió su peor año desde 1937.
Este colapso no fue un accidente aislado, sino el síntoma de una transformación más profunda: el regreso de los déficits fiscales como factor clave en los mercados financieros. En economías desarrolladas como EE.UU., los gobiernos han incrementado sustancialmente su gasto sin una contrapartida en ingresos. Con un déficit estructural que supera el 6% del PIB y una deuda bruta cercana al 120%, EE.UU. ha inundado el mercado con bonos. Esta sobreoferta exige mayores tasas para atraer compradores.
El problema no es solo cuantitativo, sino cualitativo: estas subidas de tasas ya no responden a expectativas de crecimiento o inflación, sino al temor sobre la capacidad de los Estados para cumplir sus compromisos. La famosa “prima de riesgo fiscal”, antes asociada a economías emergentes, ahora toca a la puerta del G7. En este contexto, los bonos pierden su rol tradicional como amortiguador frente a caídas bursátiles. El desacoplamiento es real.
Entonces, ¿cómo debe reaccionar el inversor moderno? No se trata de excluir los bonos -siguen siendo esenciales para generar ingresos y liquidez-, pero sí de replantear su función defensiva. La respuesta, cada vez más evidente, está en la diversificación real. Incorporar activos alternativos: capital y crédito privado, infraestructura, materias primas. Estos instrumentos no dependen de los ciclos tradicionales de mercado. El crédito privado, por ejemplo, puede ofrecer retornos estables sin la volatilidad diaria de los mercados cotizados. En la infraestructura, en cambio, se encuentran ingresos vinculados a la inflación, funcionando como una cobertura natural.
Este enfoque no es nuevo: David Swensen, gestor del fondo de Yale, fue pionero en mostrar que los activos alternativos tienen una diversificación auténtica y rendimientos superiores. Su modelo ha superado sistemáticamente al S&P 500 durante décadas, demostrando que la diversificación inteligente no es solo teoría, sino práctica rentable.
Otra alternativa complementaria es redescubrir el value investing. En un mundo dominado por el crecimiento impulsado por tasas bajas, las acciones de valor -empresas con flujos estables y valoraciones razonables- fueron relegadas. Pero en un entorno de tasas reales positivas, estas compañías recuperan protagonismo. Energía, servicios financieros, consumo básico: sectores sólidos que, al estilo Buffett, generan caja real y ofrecen estabilidad.
Por supuesto, ni los activos alternativos ni el value investing son panaceas. Requieren análisis profundo, tolerancia a la iliquidez y visión de largo plazo, pero frente a un entorno fiscal incierto son herramientas valiosas para reconstruir la resiliencia de nuestras carteras.
La era de la represión financiera, donde los bonos eran nuestro refugio automático, está quedando atrás. En la era del exceso fiscal, adaptarse no es opcional: es esencial para proteger el capital y navegar con inteligencia el nuevo régimen macroeconómico.
Publicado en Diario Financiero.
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